domingo, 25 de diciembre de 2011

Capítulo 2 - Primera parte

Miles

La entrada a la casa estaba completamente a oscuras, como prácticamente el resto de la casa, a excepción del dormitorio. Encendí la luz del recibidor y abrí el armario, justo cuando unos pasos se acercaban por el pasillo de la derecha.
-Miles… -susurró Katie.
Apareció por el pasillo, vestida con una camiseta larga que había comprado en el mercadillo y que tenía un par de agujeros a la altura del ombligo. Estaba despeinada y bostezaba lentamente; ya era tarde, así que seguramente se habría quedado dormida mientras leía en la cama, matando el tiempo hasta que yo llegara.
-¿Te he despertado? –dije, dulcemente y en voz baja. Me incliné hacia ella para darle un beso.
-No… -dijo, en un principio-. Bueno, en realidad si. Me había quedado dormida esperando a ver si te veía antes de que te fueras a la cama y el ruido de la puerta me ha despertado.
La volví a besar y, cerrando antes la puerta del armario donde dejé la americana, me encaminé hacia el dormitorio. Poco después, Katie estaba tumbada encima de la cama, hecha un ovillo, mirando cómo me desnudaba para meterme entre las sábanas.
-¿Qué tal la entrevista con ese tal Grissom? ¿Es tan espectacular como lo han pintado siempre?
-Ahora es un viejo decrépito que no estoy seguro de que tenga la cabeza sobre los hombros, Katie… No hay nada de espectacular en ello.
-Pero es una leyenda…
-Una leyenda que se consume.
Se quedó en silencio.
-¿No te parece triste? –susurró, acomodando la cabeza sobre la almohada y mirándome a los ojos-. Quiero decir… Grissom fue uno de los grandes hace algo más de treinta años. Para mí fue todo un ídolo en la adolescencia; y ahora se consume como las ascuas de una chimenea, sabiendo que llega el final y sin saber cómo evitarlo…
-Es triste, de hecho –suspiré-. Se agarra desesperadamente a lo único que tiene, sus memorias, aún sabiendo que no le servirá de nada…
-¿Y qué te ha contado?
-Muchas cosas, Katie.
-¿Algo interesante?
Me replanteé la pregunta seriamente.
-No lo sé…

domingo, 18 de diciembre de 2011

Capítulo 1 - Quinta parte

Jake

Steward dejó el botellín vacío encima de la mesa con un golpe sordo, mientras yo le daba una calada profunda (la última, de hecho) al tercer cigarrillo de la noche. Lo apagué contra el cenicero y removí un poco la ceniza con la colilla, jugueteando a dejar surcos.
El Casiopea se había ido llenando poco a poco, tanto de la mala gente que lo frecuentaba como de los que no iban tanto ni eran tan mala gente. Pude observar cómo uno de los ladronzuelos del barrio, un tío apellidado Cassidy, me miraba con curiosidad. O, más bien, a mi interlocutor. El ambiente se había caldeado y, con tanta gente chismorreando, el silencio entre Steward y yo no era tan incómodo; de hecho, el pitido de la grabadora no se oía entre el barullo.
-¿Qué hizo después? –dijo Steward, mientras anotaba algo en la libreta; no quise mirar.
-Cogí el tranvía y me fui a casa, a la pequeña buhardilla que tenía alquilada en este barrio de mala muerte. Había quedado con un amigo para ir a tomar una cerveza, pero le llamé y cancelé la cita. En vez de eso, me serví un café y me puse a leer hasta que caí rendido en el sofá. Me desperté a la mañana siguiente a las ocho de la mañana.
-¿Y después acudió a la cita en el Ministerio?
Aquella pregunta me pareció la más absurda de todas las que Steward hubo de hacerme durante todo el tiempo que duraron las entrevistas.
-Estoy aquí sentado, ¿no? Creo que es bastante obvio que sí que acudí a la cita en el Ministerio.
Suspiró y apagó la grabadora.
-Está bien, Jake… creo que es suficiente por hoy. Yo tengo compromisos en casa.
-¿Está casado?
Negó con la cabeza.
-Comprometido. La boda es en mayo.
-Me alegro. Pero créame: un matrimonio no va a arreglar las cosas si todo va mal. Al contrario de lo que le habrán hecho creer, el matrimonio no es la solución a todos los males del mundo.
-Es un hombre desengañado, Jake.
-Soy un hombre viejo. A menudo suelen ir de la mano.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Capítulo 1 - Cuarta parte

Jake

Nos hicieron llamar Los Siete y, como se puede suponer, éramos siete personas dentro del grupo, al menos los primeros; siempre viene gente después, llamada por el éxito, la fama y el supuesto dinero que ganábamos. Dentro del grupo había tres mujeres y cuatro hombres. Ellas eran Lori, Samanta y Andrea (de la cuál mi hija recibió el nombre). Nosotros éramos Jules, Billy, Charles y yo. Todavía me acuerdo del primer día que nos reunimos o, más bien, que nos hicieron reunirnos. Jamás supe cómo seleccionaron a los demás, pero cómo acabé yo en esa sala angosta, oscura y llena de humo fue algo totalmente arbitrario.
Por aquel entonces, yo trabajaba en un periódico de pequeña tirada, que tenía su oficina al lado de la sede del Gobierno. Era una oficina pequeña, con unas pocas máquinas de escribir, un despacho (donde se alojaba el director del periódico, rodeado de cajas llenas de papeles y trastos que jamás llegué a descubrir) y unos baños que, sorprendentemente, estaban limpios. En la redacción éramos diez personas, en el momento en el que más empleados había contratados.
Recuerdo que, un día, el director vino a visitarme a mi mesa, arrinconada a un lado, donde yo escribía una columna de poca importancia en unos folios arrugados. Depositó una carta sobre el escritorio y se fue, con el carácter mustio, sombrío y grisáceo que le caracterizaba.
Me temblaba la mano cuando cogí lentamente el sobre de encima de la mesa. El periódico no estaba atravesando una buena época y yo llevaba un mes esperando que me despidieran en cualquier momento. Pero el sobre tenía el sello del Ministerio de Asuntos Interiores. En ese momento experimenté dos sensaciones diametralmente opuestas: la de alivio, porque no era el despido; la de los nervios. No tenía ningún asunto pendiente con el Ministerio, ¿qué querrían de mí? Tampoco había hecho, conscientemente, algo ilegal ni de tanta magnitud, así que no tenía ninguna idea de lo que decía en la carta.
Di la vuelta al sobre y lo abrí. Podía sentir cómo me temblaba el pulso y cómo una gota de sudor frío me recorría la espalda entera desde la nuca. Extraje con cuidado el papel y lo desdoblé, con más cuidado todavía, como si tuviera miedo a que fuera a explotar o a derretirse en mis manos; tragué saliva y me puse a leer la carta.
No me acuerdo de qué ponía exactamente; sólo alcancé a entender algunas palabras de todo aquella verborrea burocrática sin apenas puntos. Al final de la carta había un lugar, una sala, en el Ministerio de Asuntos Interiores, una hora y una persona por la que preguntar. La cita era al día siguiente, a las 12, y no importa en absoluto si teníamos que trabajar.
No sabía si respirar tranquilo o si preocuparme más.
Al llegar las tres, recogí los papeles de encima de la mesa, cogí el artículo y la bandolera de piel ajada y descolorida y me dirigí al despacho del director. Él estaba sentado detrás de su escritorio, ojeando uno de los artículos que le había entregado hacía poco uno de los becarios. Parecía cansado y más mayor que de costumbre; las arrugas de su frente estaban más marcadas que un día normal y parecía como si se hundiera en el sillón.
Llamé a la puerta. Él levantó la cabeza y, al verme a través de la cristalera, me hizo un gesto con la mano para que entrara; así lo hice.
-Aquí le dejo el artículo para mañana… -dije, tendiéndole los folios.
-Bien… gracias, Jake –dijo, con voz cansada y monótona mientras cogía el artículo y lo dejaba encima del escritorio, junto con otros artículos.
Hubo unos momentos de silencio. Yo quería hablarle sobre la carta del Ministerio, pero no me salían las palabras. Era como si la garganta se me hubiera tapado y no hubiera manera de sacar sonido alguno de ella.
-Jake… -empezó el director-. ¿Volverás?
Levantó la cabeza de nuevo. Su rostro estaba sombrío.
-Supongo… no lo sé.
El director suspiró.
-Está bien, Jake… ¿vendrás mañana a trabajar o irás directamente a la reunión?
-Lo que usted me diga.
Se volvió a quedar en silencio.
-Bueno, no vengas. No hace falta. Estar aquí sólo te entretendría y te haría llegar tarde. Quédate en casa, levántate tarde, desayuna en condiciones y ve a la reunión con tu mejor traje. Hazme caso, Jake. Un traje te abre muchas puertas.
Asentí levemente, preguntándome cómo iba a conseguir un traje en algo más de veinticuatro horas, y me coloqué la bandolera sobre el hombro, antes de girar sobre los talones para marcharme del despacho. Pero su voz me paró de nuevo.
-Jake –giré la cabeza para mirar al director, que se había inclinado hacia la mesa y me miraba por encima de las gafas de pasta marrón, acordes con la moda del momento-. Espero volver a verte por la oficina. Todo esto –puso una mano sobre mi artículo- es bueno.
Era la primera vez que el director elogiaba mi trabajo.
Salí del despacho y me despedí con la mano de Sally, la única mujer de la plantilla, que en ese momento estaba mecanografiando uno de los artículos del día para mandarlo a la imprenta a las cinco. Me sonrió como todos los días, ajena a lo que pasaba, a que era posible que no fuera a aparecer por allí al día siguiente, o al siguiente, o al siguiente…

sábado, 10 de diciembre de 2011

Capítulo 1 - Tercera parte

Miles

Todo el mundo que piense que Jack Grissom fue un superhéroe, un hombre superdotado que hizo grandes proezas sobrenaturales, no estarán más equivocados que aquel que dice que el cielo es amarillo. Por lo que pude ver cuando me encontré con él en aquel antro llamado Casiopea, Jack Grissom era un hombre perfectamente normal, que envejecía poco a poco y que llevaba el paso de los años tatuado a fuego en el rostro. Si alguna vez Jack Grissom fue un superhéroe como los de las películas o de los cómics, no quedaba nada en esa figura oscura y decrépita.
O, al menos, yo no supe verlo.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Capítulo 1 - Segunda parte

Jake

Llevaba dos semanas preguntándome cómo sería aquel tipo. Mis colegas me habían hablado de él, y bastante bien, así que cuando me decidí acerca del libro, no dudé en llamarle. Tan sólo habíamos tenido dos llamadas telefónicas; una para pedirle que trabajara para mí y otra para concertar la cita de aquella noche. Aún así, había conseguido hacerme un esbozo propio de cómo sería aquel hombre: limpio, seguro y metódico. Ordenaba muy bien sus ideas, llevando la metodología casi al límite con la manía compulsiva.
Teniendo esa imagen mental (que no era más que eso), me había sido imposible no acudir a la cita con unos pequeños prejuicios y expectativas. Así que me senté en una de lsa mesas redondas de madera y mármol. Coloqué el botellín de cerveza justo frente a mí y me recosté en la silla, mirando hacia la puerta de entrada del local, semi oculta entre las sombras y el humo.
El camarero cambió de canción. La recordaba como el tema que me había acompañado a todos los lados en tiempos mejores. Desgraciadamente, todo había pasado ya; los buenos momentos no volverían y yo me consumiría poco a poco como un viejo más hasta la muerte. Entonces todo lo que había vivido se perdería y, de alguna forma, yo quería que quedara un pequeño recuerdo de lo que fui en alguna parte de la tierra, que se pudría poco a poco.
En definitiva, esa era la razón por la que había llamado a aquel tipo y por la que ahora estaba sentado en esa mesa, con una cerveza delante y sacando un cigarro de un paquete arrugado, haciendo lo que Lori me había prohibido hacer durante todo el tiempo que estuvimos casados.
¡Al cuerno! Lori estaba muerta y yo me hacía viejo. Quería permitirme un par de lujos antes de terminar el libro y morir en paz.
Así que le di una calada profunda al cigarrillo. Podía sentir cómo el humo me llenaba entero. Lo expulsé por la nariz, como un mitológico dragón enfadado en un castillo y esperé. En algún momento de los siguientes diez minutos (mi manía de llegar pronto a los sitios seguía allí años y años después), aquel hombre tendría que llegar.
Me levanté costosamente cuando tan sólo quedaba el final del cigarrillo para coger uno de los ceniceros que había encima de la barra. En el mismo momento en el que apagaba el cigarro y me sentaba de nuevo en la silla, desde donde dominaba a la perfección la puerta, entró alguien en el local.
Todo estaba tan oscuro y había tanta neblina, producida por el humo del tabaco de otros tantos clientes que fumaban, que tuve que entornar los ojos para distinguir algo en la borrosa silueta del recién llegado.
Aquello que había pensado en mis dos conversaciones con él se cumplía a la perfección tan sólo con ver su aspecto. Nada en su atuendo se podía tachar y eso que se suponía que venía directamente de la lujosa oficina del periódico, en pleno centro de la ciudad. No había una sola arruga en la americana, y tampoco se veía que su camisa sobresaliera más que de las mangas y un poco en el cuello. El pantalón vaquero se ajustaba perfectamente y sus zapatos se mantenían limpios y lustrosos, a pesar del camino desde la parada de tranvía más cercana al local (las pocas líneas de metro  que todavía quedaban en funcionamiento en la ciudad sólo abarcaban el centro; a aquel barrio sólo se acercaba el tranvía). Su pelo estaba desordenado de manera elegante y provocada pero peinado y el abrigo de invierno, demasiado para una noche de la recién entrada primavera, descasaba perfectamente doblado en su brazo.
Metódico, limpio y seguro. No me había equivocado, de momento.
Dirigió una mirada hacia todo el local, buscándome con la mirada entre las caras que le miraban con curiosidad. Nadie le conocía, nadie le había visto nunca por ahí y no conocían a nadie que pudiera invitar a alguien como él a un lugar como el Casiopea.
Quería que me descubriera por sí mismo, al igual que yo había sido capaz de descubrirle a él, pero tenía miedo de que alguien le preguntara qué hacía ahí. Así que levanté ligeramente el brazo y dejé que él me viera. Me vio. Y seguidamente empezó a andar con paso rápido hacia la mesa que ocupaba. Apartó una de las sillas, arrastrándola por el suelo, y dejó el abrigo, perfectamente doblado una vez más, sobre el reposabrazos.
-¿Jake Grissom? –preguntó, agachándose ligeramente sobre la mesa y mirándome a la nariz; ni se atrevía a mirarme a los ojos.
-Exacto. ¿Es usted Steward?
El hombre asintió, extendiendo una mano limpia y blanca. Alargué la mía y la estreché. Tenía las yemas de los dedos frías, casi impensable en alguien tan perfecto como él. Sonreí cortésmente y él hizo lo mismo, antes de dirigirse hacia el camarero y pedirle un botellín de cerveza.
Mirado desde fuera me pareció que todos y cada uno de sus movimientos estaban perfectamente estudiados, pero a lo mejor tan sólo se debía a una actuación llevada a cabo durante mucho tiempo, muchos años.
Steward se sentó en la silla contigua a la que sujetaba su abrigo. Esperó pacientemente, sin mediar palabra, a que el camarero le trajera su cerveza. Me dediqué a observarlo, aprovechando que estaba estudiando el desconocido local. En el mismo momento en el que el botellín tocó la superficie de la mesa, Steward se inclinó hacia su abrigo para sacar de uno de los bolsillos interiores una libreta y una grabadora. Dejó ésta sobre la mesa, a medio camino entre él y yo; aquélla quedó frente a él, donde podía abrirla, buscar una página en blanco y poner la fecha: 27 de marzo. Se quedó parado cuando terminó de poner mi nombre en la página.
-Grissom… ¿puedo hacerle una pregunta?
Yo, que en ese momento estaba dándole un trago a la cerveza, asentí levemente con la cabeza. Steward suspiró.
-¿Qué le ha llevado a querer escribir su vida? –quedé en silencio; parecía que quería decir algo más-. Quiero decir… su vida no ha sido fácil, pero tampoco desconocida. Apostaría mi mano izquierda, y soy zurdo, a que la mayoría de personas mayores de treinta años le conoce y habla a sus hijos de usted. Nada de su vida escapa al mundo, a pesar de que hace quince años que desapareció de la vida pública… ¿y a pesar de eso quiere escribir sobre su vida?
Se volvió a hacer el silencio; en parte porque yo estaba pensando qué responderle. ¿Cómo decirle todo lo que me había movido a querer escribir un libro?
Suspiré.
-Escucha… no es que quiera escribir sobre mi vida. Como tú bien has dicho, nada de ella escapa al mundo; quizá mi vida fue más pública de lo que hubiera gustado. Quiero hablar, por el contrario, del resto de las cosas que me pasaron y que pasaron al resto de las personas a mi alrededor por culpa o a consecuencia de lo que yo fui. Quiero hablar de mi mujer, Lori. De mi hija, Andrea, que hoy en día tiene veintitrés años y no me habla porque piensa que yo tuve la culpa de la muerte de su madre. Quiero hablar de los errores en mi vida, no de mi vida en sí. Quiero desmitificarme a mí mismo, hacer ver que nosotros no fuimos lo que el resto del mundo cree que fuimos.
Steward se quedó mirándome en silencio. Había puesto a grabar la conversación antes de hacer la pregunta y un ligero pitido invadía el silencio entre nosotros.
-¿Y qué fueron, si puede saberse?
-Marionetas.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Capítulo 1 - Primera parte

Miles

El paseo hacia aquel antro había sido largo, fresco y deprimente, además de solitario. Me había encontrado con toda esa gente que nadie quiere encontrarse en una velada de trabajo y que, mucho menos yo, quería conocer. Pero todos aquellos encuentros fortuitos con la esencia de los barrios bajos se habían quedado sólo en eso: en encuentros fortuitos.
Seguía intentando adivinar por qué él me había citado en un barrio como aquél cuando, pudiéndoselo permitir, vivía en una zona residencial de la ciudad, apartada de todo lo que representaba aquel indeseable barrio. En su comunidad todo el mundo era pulcro, bien educado y cordial. Las únicas disputas eran por alguna tontería de ruidos animales, y todo se arreglaba con unas galletas, una sonrisa y una visita previamente programada. Seguro que funcionaba así, a pesar de que me diera arcadas de lo arquetípico que resultaba.
Me paré durante unos segundos frente a la puerta de un local que parecía pequeño, caluroso y con una atmósfera viciada. Seguro que olería a perfume barato de mujer. Seguro que había mesitas redondas y pequeñas de madera y una barra larga de frío mármol blanco. Miré el cartel, comprobando que era el bar en el que me había citado. Al instante, recordé la conversación telefónica:
-Se llama Casiopea. Desde fuera tiene muy mala pinta, pero le aseguro que es un local realmente acogedor –había dicho, con una voz de fumador y bebedor.
Si. Aquél era, definitivamente, el local donde me había citado. Mientras me preguntaba las razones de aquel hombre para elegir un lugar tan… tan… tan poco deseable como ése, cogí la puerta y tiré hacia mí, abriéndola y entrando en el ambiente caluroso y viciado, con aroma a perfume barato de mujer.