martes, 24 de enero de 2012

Capítulo 2 - Cuarta parte

Jake


La luz del salón-comedor también funcionaba y, al encenderla, me percaté de que todo seguía como lo había dejado la última vez que había ido allí; hacía mucho que no pasaba por la buhardilla. Años.
Un plástico lleno de polvo cubría un sofá hundido; la pantalla de la lámpara de pie descansaba en el suelo junto a ella; las flores de plástico del jarrón sobre la mesita auxiliar estaban llenas de polvo, al igual que la mesa, la vieja radio y la estatuilla de porcelana que me regaló la madre de Lori.
Junto al pequeño ventanal seguía descansando un sillón de orejas tapizado en una tela de cuadros marrones y ocres, bastante pasada de moda. Quité el plástico, lanzándolo lejos, apagué la luz y me tiré encima del sillón, hundiéndome en sus blandos cojines.
Saqué un paquete de cigarrillos a estrena del bolsillo de la camisa y prendí uno, dejando que la luz del mechero iluminara la habitación a oscuras.
Siempre me había gustado observar la calle a través de la ventana del salón, desde el sillón de orejas, a oscuras, mientras me fumaba un cigarrillo. De hecho, era lo único que hacía cuando huía de mi casa y de Lori.
El cigarrillo se acabó demasiado pronto, así que la única opción que me quedaba era volver a mi casa, igual de vacía que la buhardilla, pero más limpia.

domingo, 15 de enero de 2012

Capítulo 2 - Tercera parte

Jake

Empezaba el otoño y los Siete apenas llevaban funcionando medio año. Las tardes se hacían anaranjadas cada vez más pronto y el viento empezaba a soplar enfurecido y frío con más frecuencia. Lori cada día estaba más guapa.
Se había dejado el pelo largo y a veces se lo recogía en dos trenzas en las que se prendía flores violetas. Si yo era un muchacho imberbe que se había incorporado hacía poco al mundo, ella era una niña: no alcanzaba los veintiún años.
Recuerdo que llevaba dos semanas pensando en invitarle a ir al cine, o a cenar, o a dar un paseo, pero jamás me decidía. Siempre iba a todos lados con Andrea, así que era un poco difícil encontrar un momento en el que estuviera sola y tampoco se me ocurría ninguna estrategia para encontrarla a solas.
Hasta que un día me la encontré por la calle. Llovía y ella llevaba un paragua verde. Yo volvía de la redacción, cansado y hambriento, y ella iba a ver a su prima al hospital.
-¡Lori! –dije, sorprendido.
Ella me ofreció su paraguas.
-¿A dónde vas?
-A casa… acabo de salir de trabajar.
-¿Tú cuándo te diviertes?
Sonreí tristemente.
-No lo sé… la verdad es que me queda poco tiempo para mí mismo. Y menos para quedar…
-Oh.
-Pero la verdad es que estaría bien salir de casa de vez en cuando… ¿Te apetece que mañana vayamos al cine, o algo?
No le vi la cara porque íbamos andando por la calle, pero he tenido muchos años para imaginarme su sorpresa.
Al día siguiente fuimos a ver una película de zombies que ponían en un cine barato y cutre escondido en una callejuela. Realmente fue ella la que me llevó allí y me propuso ir a ver esa película y quien, también, mejor se lo pasó con la sangre y las vísceras. Al salir le pedí invitarla a cenar y, a falta de dinero o un sitio mejor, le invité a pasta a mi casa.
Me daba algo de vergüenza llevarla a mi buhardilla pero Lori, en cuanto entró, se enamoró de mi pequeña y sucia casa.
-¿Sabes? –recuerdo que dijo una vez terminamos de cenar y se sentó en mi cama-. Siempre he deseado una buhardilla como esta para mí sola. Supongo que siempre se desea lo que no se tiene.
Su imagen, con el pelo recogido en una coleta alta, vistiendo unos pantalones anchos y un jersey de punto (que se habían puesto muy de moda), permaneció en mis retinas todos estos años y vuelve a mí en momentos como éste.

domingo, 1 de enero de 2012

Capítulo 2- Segunda parte

Jake

Me sentía melancólico o, más bien, más melancólico que de costumbre. Las calles por las que caminaba lentamente se hacían más oscuras según iba andando, aunque la luz no variaba de intensidad a mi alrededor. Las farolas seguían dando su luz, pero yo, según avanzaba, me iba sumergiendo más en las sombras.
Saqué el cigarrillo que tenía guardado en uno de los bolsillos del vaquero y lo encendí, disfruté de la primera calada como si fuera la última que mi pobre y maltratado cuerpo podría soportar, y solté el humo con tranquilidad, dejando que me envolviera la cara.
En esa noche cálida sentía cómo se acercaba la muerte. Me sentía como si el esqueleto con capucha y guadaña caminara detrás de mí, arrastrando sus huesudos pies por el suelo sucio y lleno de cristales de aquellas callejuelas laberínticas. Quería escapar, pero sabía que era inútil tratar de huir de aquélla que ya empezaba a ser una constante en mi vida: la amenaza cercana de la muerte, su aliento casi sórdido en la nuca, que me erizaba la piel.
Me hubiera gustado correr en cualquier dirección, pero mis piernas ya no eran las de antaño, así que me conformé con arrastrar los pies al doblar la esquina por la calle de mi primera casa en la ciudad: la buhardilla alquilada.
Me paré frente al oscuro portal. Uno de los cristales de la puerta estaba roto, seguro que por la ira de algún borracho, y los pedazos se esparcían por la acera bajo mis pies.
Saqué el llavero y comprobé que todavía tenía las llaves de la buhardilla. Ahí estaban junto a las del trastero de la casa que había comprado cuando Lori y yo nos casamos.
Había seguido en la buhardilla hasta siete años después de empezar con los Siete; el sueldo que ganaba en la redacción y el sobresueldo que conseguía en los Siete me permitieron costearme un piso algo más amplio y luminoso y algo menos en ruinas. Aún así, años después, entrados los ochenta, cuando me casé con Lori y nos compramos la casa, se me antojó volver a alquilar la buhardilla, sólo para mí. Era uno de los míticos y típicos antojos de gente con dinero. En un sentido literario diría que necesitaba un espacio para mí mismo; en el fondo era porque necesitaba huir del agobio que muchas veces me provocaba mi mujer.
Introduje la llave en la cerradura con cuidado como si pensara que se fuera a romper, y la giré. La empujé, dejando que la penumbra del interior me empapara poco a poco. El chirrido de la bisagra, por última vez engrasada hacía años, todavía se extendía por la escalera y retumbaba en las paredes con la pintura desconchada, seguramente.
La puerta se cerró sola a mis espaldas, con un ruido sordo y un fuerte golpe que hizo que los cristales temblaran.
Me conocía los escalones de memoria, así que no necesitaba encender las luces para no tropezar. Conté nueve escalones y giré a la izquierda y vuelta a empezar hasta llegar al cuarto piso, donde se encontraban las dos buhardillas.
Suspiré, cansado. En los últimos años mis pulmones, acostumbrados a la vida relajada y al tabaco, se habían resentido y no podía subir los cuatro pisos de escalones altos de mi antiguo edificio sin quedar completamente exhausto.
Busqué la otra llave a tientas y, a tientas también, recorrí la puerta de madera para encontrar la cerradura. En el mismo momento en el que giraba la llave y empujaba para que se abriera la puerta, se me pasó por la cabeza la posibilidad de un inquilino no deseado. Un okupa o algo parecido. Pero bueno… si alguien aparecía en la oscuridad dispuesto a defender la buhardilla, no tendría más que irme por donde había venido, dirección a una casa a la que no quería llegar.
Por suerte, no había nadie, aunque si que es cierto que oí algún ruido en la cocina, cochambrosa y llena de moho y humedad. Comprobé con satisfacción que la luz funcionaba, al menos las del pequeño dormitorio.
Hacía años que no iba a la buhardilla y, por un momento, los recuerdos me asolaron una vez más en la noche.
Allí, parado de pie junto a la puerta abierta del dormitorio, pude ver claramente a una sonriente Lori, cuarenta o cincuenta años atrás, sentada en la cama, la primera noche que fuimos al cine…