domingo, 1 de enero de 2012

Capítulo 2- Segunda parte

Jake

Me sentía melancólico o, más bien, más melancólico que de costumbre. Las calles por las que caminaba lentamente se hacían más oscuras según iba andando, aunque la luz no variaba de intensidad a mi alrededor. Las farolas seguían dando su luz, pero yo, según avanzaba, me iba sumergiendo más en las sombras.
Saqué el cigarrillo que tenía guardado en uno de los bolsillos del vaquero y lo encendí, disfruté de la primera calada como si fuera la última que mi pobre y maltratado cuerpo podría soportar, y solté el humo con tranquilidad, dejando que me envolviera la cara.
En esa noche cálida sentía cómo se acercaba la muerte. Me sentía como si el esqueleto con capucha y guadaña caminara detrás de mí, arrastrando sus huesudos pies por el suelo sucio y lleno de cristales de aquellas callejuelas laberínticas. Quería escapar, pero sabía que era inútil tratar de huir de aquélla que ya empezaba a ser una constante en mi vida: la amenaza cercana de la muerte, su aliento casi sórdido en la nuca, que me erizaba la piel.
Me hubiera gustado correr en cualquier dirección, pero mis piernas ya no eran las de antaño, así que me conformé con arrastrar los pies al doblar la esquina por la calle de mi primera casa en la ciudad: la buhardilla alquilada.
Me paré frente al oscuro portal. Uno de los cristales de la puerta estaba roto, seguro que por la ira de algún borracho, y los pedazos se esparcían por la acera bajo mis pies.
Saqué el llavero y comprobé que todavía tenía las llaves de la buhardilla. Ahí estaban junto a las del trastero de la casa que había comprado cuando Lori y yo nos casamos.
Había seguido en la buhardilla hasta siete años después de empezar con los Siete; el sueldo que ganaba en la redacción y el sobresueldo que conseguía en los Siete me permitieron costearme un piso algo más amplio y luminoso y algo menos en ruinas. Aún así, años después, entrados los ochenta, cuando me casé con Lori y nos compramos la casa, se me antojó volver a alquilar la buhardilla, sólo para mí. Era uno de los míticos y típicos antojos de gente con dinero. En un sentido literario diría que necesitaba un espacio para mí mismo; en el fondo era porque necesitaba huir del agobio que muchas veces me provocaba mi mujer.
Introduje la llave en la cerradura con cuidado como si pensara que se fuera a romper, y la giré. La empujé, dejando que la penumbra del interior me empapara poco a poco. El chirrido de la bisagra, por última vez engrasada hacía años, todavía se extendía por la escalera y retumbaba en las paredes con la pintura desconchada, seguramente.
La puerta se cerró sola a mis espaldas, con un ruido sordo y un fuerte golpe que hizo que los cristales temblaran.
Me conocía los escalones de memoria, así que no necesitaba encender las luces para no tropezar. Conté nueve escalones y giré a la izquierda y vuelta a empezar hasta llegar al cuarto piso, donde se encontraban las dos buhardillas.
Suspiré, cansado. En los últimos años mis pulmones, acostumbrados a la vida relajada y al tabaco, se habían resentido y no podía subir los cuatro pisos de escalones altos de mi antiguo edificio sin quedar completamente exhausto.
Busqué la otra llave a tientas y, a tientas también, recorrí la puerta de madera para encontrar la cerradura. En el mismo momento en el que giraba la llave y empujaba para que se abriera la puerta, se me pasó por la cabeza la posibilidad de un inquilino no deseado. Un okupa o algo parecido. Pero bueno… si alguien aparecía en la oscuridad dispuesto a defender la buhardilla, no tendría más que irme por donde había venido, dirección a una casa a la que no quería llegar.
Por suerte, no había nadie, aunque si que es cierto que oí algún ruido en la cocina, cochambrosa y llena de moho y humedad. Comprobé con satisfacción que la luz funcionaba, al menos las del pequeño dormitorio.
Hacía años que no iba a la buhardilla y, por un momento, los recuerdos me asolaron una vez más en la noche.
Allí, parado de pie junto a la puerta abierta del dormitorio, pude ver claramente a una sonriente Lori, cuarenta o cincuenta años atrás, sentada en la cama, la primera noche que fuimos al cine…

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