El paseo hacia aquel antro había sido largo, fresco y
deprimente, además de solitario. Me había encontrado con toda esa gente que
nadie quiere encontrarse en una velada de trabajo y que, mucho menos yo, quería
conocer. Pero todos aquellos encuentros fortuitos con la esencia de los barrios
bajos se habían quedado sólo en eso: en encuentros fortuitos.
Seguía intentando adivinar por qué él me había citado en un
barrio como aquél cuando, pudiéndoselo permitir, vivía en una zona residencial
de la ciudad, apartada de todo lo que representaba aquel indeseable barrio. En
su comunidad todo el mundo era pulcro, bien educado y cordial. Las únicas
disputas eran por alguna tontería de ruidos animales, y todo se arreglaba con
unas galletas, una sonrisa y una visita previamente programada. Seguro que
funcionaba así, a pesar de que me diera arcadas de lo arquetípico que
resultaba.
Me paré durante unos segundos frente a la puerta de un
local que parecía pequeño, caluroso y con una atmósfera viciada. Seguro que
olería a perfume barato de mujer. Seguro que había mesitas redondas y pequeñas
de madera y una barra larga de frío mármol blanco. Miré el cartel, comprobando
que era el bar en el que me había citado. Al instante, recordé la conversación
telefónica:
-Se llama Casiopea.
Desde fuera tiene muy mala pinta, pero le aseguro que es un local realmente
acogedor –había dicho, con una voz de fumador y bebedor.
Si. Aquél era, definitivamente, el local donde me había
citado. Mientras me preguntaba las razones de aquel hombre para elegir un lugar
tan… tan… tan poco deseable como ése, cogí la puerta y tiré hacia mí,
abriéndola y entrando en el ambiente caluroso y viciado, con aroma a perfume
barato de mujer.
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