miércoles, 14 de diciembre de 2011

Capítulo 1 - Cuarta parte

Jake

Nos hicieron llamar Los Siete y, como se puede suponer, éramos siete personas dentro del grupo, al menos los primeros; siempre viene gente después, llamada por el éxito, la fama y el supuesto dinero que ganábamos. Dentro del grupo había tres mujeres y cuatro hombres. Ellas eran Lori, Samanta y Andrea (de la cuál mi hija recibió el nombre). Nosotros éramos Jules, Billy, Charles y yo. Todavía me acuerdo del primer día que nos reunimos o, más bien, que nos hicieron reunirnos. Jamás supe cómo seleccionaron a los demás, pero cómo acabé yo en esa sala angosta, oscura y llena de humo fue algo totalmente arbitrario.
Por aquel entonces, yo trabajaba en un periódico de pequeña tirada, que tenía su oficina al lado de la sede del Gobierno. Era una oficina pequeña, con unas pocas máquinas de escribir, un despacho (donde se alojaba el director del periódico, rodeado de cajas llenas de papeles y trastos que jamás llegué a descubrir) y unos baños que, sorprendentemente, estaban limpios. En la redacción éramos diez personas, en el momento en el que más empleados había contratados.
Recuerdo que, un día, el director vino a visitarme a mi mesa, arrinconada a un lado, donde yo escribía una columna de poca importancia en unos folios arrugados. Depositó una carta sobre el escritorio y se fue, con el carácter mustio, sombrío y grisáceo que le caracterizaba.
Me temblaba la mano cuando cogí lentamente el sobre de encima de la mesa. El periódico no estaba atravesando una buena época y yo llevaba un mes esperando que me despidieran en cualquier momento. Pero el sobre tenía el sello del Ministerio de Asuntos Interiores. En ese momento experimenté dos sensaciones diametralmente opuestas: la de alivio, porque no era el despido; la de los nervios. No tenía ningún asunto pendiente con el Ministerio, ¿qué querrían de mí? Tampoco había hecho, conscientemente, algo ilegal ni de tanta magnitud, así que no tenía ninguna idea de lo que decía en la carta.
Di la vuelta al sobre y lo abrí. Podía sentir cómo me temblaba el pulso y cómo una gota de sudor frío me recorría la espalda entera desde la nuca. Extraje con cuidado el papel y lo desdoblé, con más cuidado todavía, como si tuviera miedo a que fuera a explotar o a derretirse en mis manos; tragué saliva y me puse a leer la carta.
No me acuerdo de qué ponía exactamente; sólo alcancé a entender algunas palabras de todo aquella verborrea burocrática sin apenas puntos. Al final de la carta había un lugar, una sala, en el Ministerio de Asuntos Interiores, una hora y una persona por la que preguntar. La cita era al día siguiente, a las 12, y no importa en absoluto si teníamos que trabajar.
No sabía si respirar tranquilo o si preocuparme más.
Al llegar las tres, recogí los papeles de encima de la mesa, cogí el artículo y la bandolera de piel ajada y descolorida y me dirigí al despacho del director. Él estaba sentado detrás de su escritorio, ojeando uno de los artículos que le había entregado hacía poco uno de los becarios. Parecía cansado y más mayor que de costumbre; las arrugas de su frente estaban más marcadas que un día normal y parecía como si se hundiera en el sillón.
Llamé a la puerta. Él levantó la cabeza y, al verme a través de la cristalera, me hizo un gesto con la mano para que entrara; así lo hice.
-Aquí le dejo el artículo para mañana… -dije, tendiéndole los folios.
-Bien… gracias, Jake –dijo, con voz cansada y monótona mientras cogía el artículo y lo dejaba encima del escritorio, junto con otros artículos.
Hubo unos momentos de silencio. Yo quería hablarle sobre la carta del Ministerio, pero no me salían las palabras. Era como si la garganta se me hubiera tapado y no hubiera manera de sacar sonido alguno de ella.
-Jake… -empezó el director-. ¿Volverás?
Levantó la cabeza de nuevo. Su rostro estaba sombrío.
-Supongo… no lo sé.
El director suspiró.
-Está bien, Jake… ¿vendrás mañana a trabajar o irás directamente a la reunión?
-Lo que usted me diga.
Se volvió a quedar en silencio.
-Bueno, no vengas. No hace falta. Estar aquí sólo te entretendría y te haría llegar tarde. Quédate en casa, levántate tarde, desayuna en condiciones y ve a la reunión con tu mejor traje. Hazme caso, Jake. Un traje te abre muchas puertas.
Asentí levemente, preguntándome cómo iba a conseguir un traje en algo más de veinticuatro horas, y me coloqué la bandolera sobre el hombro, antes de girar sobre los talones para marcharme del despacho. Pero su voz me paró de nuevo.
-Jake –giré la cabeza para mirar al director, que se había inclinado hacia la mesa y me miraba por encima de las gafas de pasta marrón, acordes con la moda del momento-. Espero volver a verte por la oficina. Todo esto –puso una mano sobre mi artículo- es bueno.
Era la primera vez que el director elogiaba mi trabajo.
Salí del despacho y me despedí con la mano de Sally, la única mujer de la plantilla, que en ese momento estaba mecanografiando uno de los artículos del día para mandarlo a la imprenta a las cinco. Me sonrió como todos los días, ajena a lo que pasaba, a que era posible que no fuera a aparecer por allí al día siguiente, o al siguiente, o al siguiente…

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