Nos hicieron llamar Los Siete y, como se puede suponer,
éramos siete personas dentro del grupo, al menos los primeros; siempre viene
gente después, llamada por el éxito, la fama y el supuesto dinero que
ganábamos. Dentro del grupo había tres mujeres y cuatro hombres. Ellas eran
Lori, Samanta y Andrea (de la cuál mi hija recibió el nombre). Nosotros éramos
Jules, Billy, Charles y yo. Todavía me acuerdo del primer día que nos reunimos
o, más bien, que nos hicieron reunirnos. Jamás supe cómo seleccionaron a los
demás, pero cómo acabé yo en esa sala angosta, oscura y llena de humo fue algo
totalmente arbitrario.
Por aquel entonces, yo trabajaba en un periódico de pequeña
tirada, que tenía su oficina al lado de la sede del Gobierno. Era una oficina
pequeña, con unas pocas máquinas de escribir, un despacho (donde se alojaba el
director del periódico, rodeado de cajas llenas de papeles y trastos que jamás
llegué a descubrir) y unos baños que, sorprendentemente, estaban limpios. En la
redacción éramos diez personas, en el momento en el que más empleados había contratados.
Recuerdo que, un día, el director vino a visitarme a mi
mesa, arrinconada a un lado, donde yo escribía una columna de poca importancia
en unos folios arrugados. Depositó una carta sobre el escritorio y se fue, con
el carácter mustio, sombrío y grisáceo que le caracterizaba.
Me temblaba la mano cuando cogí lentamente el sobre de
encima de la mesa. El periódico no estaba atravesando una buena época y yo
llevaba un mes esperando que me despidieran en cualquier momento. Pero el sobre
tenía el sello del Ministerio de Asuntos Interiores. En ese momento experimenté
dos sensaciones diametralmente opuestas: la de alivio, porque no era el
despido; la de los nervios. No tenía ningún asunto pendiente con el Ministerio,
¿qué querrían de mí? Tampoco había hecho, conscientemente, algo ilegal ni de
tanta magnitud, así que no tenía ninguna idea de lo que decía en la carta.
Di la vuelta al sobre y lo abrí. Podía sentir cómo me
temblaba el pulso y cómo una gota de sudor frío me recorría la espalda entera
desde la nuca. Extraje con cuidado el papel y lo desdoblé, con más cuidado
todavía, como si tuviera miedo a que fuera a explotar o a derretirse en mis
manos; tragué saliva y me puse a leer la carta.
No me acuerdo de qué ponía exactamente; sólo alcancé a
entender algunas palabras de todo aquella verborrea burocrática sin apenas
puntos. Al final de la carta había un lugar, una sala, en el Ministerio de
Asuntos Interiores, una hora y una persona por la que preguntar. La cita era al
día siguiente, a las 12, y no importa en absoluto si teníamos que trabajar.
No sabía si respirar tranquilo o si preocuparme más.
Al llegar las tres, recogí los papeles de encima de la
mesa, cogí el artículo y la bandolera de piel ajada y descolorida y me dirigí
al despacho del director. Él estaba sentado detrás de su escritorio, ojeando
uno de los artículos que le había entregado hacía poco uno de los becarios.
Parecía cansado y más mayor que de costumbre; las arrugas de su frente estaban
más marcadas que un día normal y parecía como si se hundiera en el sillón.
Llamé a la puerta. Él levantó la cabeza y, al verme a
través de la cristalera, me hizo un gesto con la mano para que entrara; así lo
hice.
-Aquí le dejo el artículo para mañana… -dije, tendiéndole
los folios.
-Bien… gracias, Jake –dijo, con voz cansada y monótona
mientras cogía el artículo y lo dejaba encima del escritorio, junto con otros
artículos.
Hubo unos momentos de silencio. Yo quería hablarle sobre la
carta del Ministerio, pero no me salían las palabras. Era como si la garganta
se me hubiera tapado y no hubiera manera de sacar sonido alguno de ella.
-Jake… -empezó el director-. ¿Volverás?
Levantó la cabeza de nuevo. Su rostro estaba sombrío.
-Supongo… no lo sé.
El director suspiró.
-Está bien, Jake… ¿vendrás mañana a trabajar o irás
directamente a la reunión?
-Lo que usted me diga.
Se volvió a quedar en silencio.
-Bueno, no vengas. No hace falta. Estar aquí sólo te
entretendría y te haría llegar tarde. Quédate en casa, levántate tarde,
desayuna en condiciones y ve a la reunión con tu mejor traje. Hazme caso, Jake.
Un traje te abre muchas puertas.
Asentí levemente, preguntándome cómo iba a conseguir un
traje en algo más de veinticuatro horas, y me coloqué la bandolera sobre el
hombro, antes de girar sobre los talones para marcharme del despacho. Pero su
voz me paró de nuevo.
-Jake –giré la cabeza para mirar al director, que se había
inclinado hacia la mesa y me miraba por encima de las gafas de pasta marrón,
acordes con la moda del momento-. Espero volver a verte por la oficina. Todo
esto –puso una mano sobre mi artículo- es bueno.
Era la primera vez que el director elogiaba mi trabajo.
Salí del despacho y me despedí con la mano de Sally, la
única mujer de la plantilla, que en ese momento estaba mecanografiando uno de
los artículos del día para mandarlo a la imprenta a las cinco. Me sonrió como
todos los días, ajena a lo que pasaba, a que era posible que no fuera a
aparecer por allí al día siguiente, o al siguiente, o al siguiente…
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