Llevaba dos semanas preguntándome cómo sería aquel tipo.
Mis colegas me habían hablado de él, y bastante bien, así que cuando me decidí
acerca del libro, no dudé en llamarle. Tan sólo habíamos tenido dos llamadas
telefónicas; una para pedirle que trabajara para mí y otra para concertar la
cita de aquella noche. Aún así, había conseguido hacerme un esbozo propio de
cómo sería aquel hombre: limpio, seguro y metódico. Ordenaba muy bien sus
ideas, llevando la metodología casi al límite con la manía compulsiva.
Teniendo esa imagen mental (que no era más que eso), me
había sido imposible no acudir a la cita con unos pequeños prejuicios y
expectativas. Así que me senté en una de lsa mesas redondas de madera y mármol.
Coloqué el botellín de cerveza justo frente a mí y me recosté en la silla,
mirando hacia la puerta de entrada del local, semi oculta entre las sombras y
el humo.
El camarero cambió de canción. La recordaba como el tema
que me había acompañado a todos los lados en tiempos mejores. Desgraciadamente,
todo había pasado ya; los buenos momentos no volverían y yo me consumiría poco
a poco como un viejo más hasta la muerte. Entonces todo lo que había vivido se
perdería y, de alguna forma, yo quería que quedara un pequeño recuerdo de lo
que fui en alguna parte de la tierra, que se pudría poco a poco.
En definitiva, esa era la razón por la que había llamado a
aquel tipo y por la que ahora estaba sentado en esa mesa, con una cerveza
delante y sacando un cigarro de un paquete arrugado, haciendo lo que Lori me
había prohibido hacer durante todo el tiempo que estuvimos casados.
¡Al cuerno! Lori estaba muerta y yo me hacía viejo. Quería
permitirme un par de lujos antes de terminar el libro y morir en paz.
Así que le di una calada profunda al cigarrillo. Podía
sentir cómo el humo me llenaba entero. Lo expulsé por la nariz, como un
mitológico dragón enfadado en un castillo y esperé. En algún momento de los
siguientes diez minutos (mi manía de llegar pronto a los sitios seguía allí
años y años después), aquel hombre tendría que llegar.
Me levanté costosamente cuando tan sólo quedaba el final
del cigarrillo para coger uno de los ceniceros que había encima de la barra. En
el mismo momento en el que apagaba el cigarro y me sentaba de nuevo en la
silla, desde donde dominaba a la perfección la puerta, entró alguien en el
local.
Todo estaba tan oscuro y había tanta neblina, producida por
el humo del tabaco de otros tantos clientes que fumaban, que tuve que entornar los
ojos para distinguir algo en la borrosa silueta del recién llegado.
Aquello que había pensado en mis dos conversaciones con él
se cumplía a la perfección tan sólo con ver su aspecto. Nada en su atuendo se
podía tachar y eso que se suponía que venía directamente de la lujosa oficina
del periódico, en pleno centro de la ciudad. No había una sola arruga en la
americana, y tampoco se veía que su camisa sobresaliera más que de las mangas y
un poco en el cuello. El pantalón vaquero se ajustaba perfectamente y sus
zapatos se mantenían limpios y lustrosos, a pesar del camino desde la parada de
tranvía más cercana al local (las pocas líneas de metro que todavía quedaban en funcionamiento en la
ciudad sólo abarcaban el centro; a aquel barrio sólo se acercaba el tranvía).
Su pelo estaba desordenado de manera elegante y provocada pero peinado y el abrigo de invierno, demasiado para
una noche de la recién entrada primavera, descasaba perfectamente doblado en su
brazo.
Metódico, limpio y seguro. No me había equivocado, de
momento.
Dirigió una mirada hacia todo el local, buscándome con la
mirada entre las caras que le miraban con curiosidad. Nadie le conocía, nadie
le había visto nunca por ahí y no conocían a nadie que pudiera invitar a
alguien como él a un lugar como el Casiopea.
Quería que me descubriera por sí mismo, al igual que yo
había sido capaz de descubrirle a él, pero tenía miedo de que alguien le
preguntara qué hacía ahí. Así que levanté ligeramente el brazo y dejé que él me
viera. Me vio. Y seguidamente empezó a andar con paso rápido hacia la mesa que
ocupaba. Apartó una de las sillas, arrastrándola por el suelo, y dejó el
abrigo, perfectamente doblado una vez más, sobre el reposabrazos.
-¿Jake Grissom? –preguntó, agachándose ligeramente sobre la
mesa y mirándome a la nariz; ni se atrevía a mirarme a los ojos.
-Exacto. ¿Es usted Steward?
El hombre asintió, extendiendo una mano limpia y blanca.
Alargué la mía y la estreché. Tenía las yemas de los dedos frías, casi
impensable en alguien tan perfecto como él. Sonreí cortésmente y él hizo lo
mismo, antes de dirigirse hacia el camarero y pedirle un botellín de cerveza.
Mirado desde fuera me pareció que todos y cada uno de sus
movimientos estaban perfectamente estudiados, pero a lo mejor tan sólo se debía
a una actuación llevada a cabo durante mucho tiempo, muchos años.
Steward se sentó en la silla contigua a la que sujetaba su
abrigo. Esperó pacientemente, sin mediar palabra, a que el camarero le trajera
su cerveza. Me dediqué a observarlo, aprovechando que estaba estudiando el
desconocido local. En el mismo momento en el que el botellín tocó la superficie
de la mesa, Steward se inclinó hacia su abrigo para sacar de uno de los
bolsillos interiores una libreta y una grabadora. Dejó ésta sobre la mesa, a
medio camino entre él y yo; aquélla quedó frente a él, donde podía abrirla,
buscar una página en blanco y poner la fecha: 27 de marzo. Se quedó parado
cuando terminó de poner mi nombre en la página.
-Grissom… ¿puedo hacerle una pregunta?
Yo, que en ese momento estaba dándole un trago a la
cerveza, asentí levemente con la cabeza. Steward suspiró.
-¿Qué le ha llevado a querer escribir su vida? –quedé en
silencio; parecía que quería decir algo más-. Quiero decir… su vida no ha sido
fácil, pero tampoco desconocida. Apostaría mi mano izquierda, y soy zurdo, a
que la mayoría de personas mayores de treinta años le conoce y habla a sus
hijos de usted. Nada de su vida escapa al mundo, a pesar de que hace quince
años que desapareció de la vida pública… ¿y a pesar de eso quiere escribir
sobre su vida?
Se volvió a hacer el silencio; en parte porque yo estaba
pensando qué responderle. ¿Cómo decirle todo lo que me había movido a querer
escribir un libro?
Suspiré.
-Escucha… no es que quiera escribir sobre mi vida. Como tú
bien has dicho, nada de ella escapa al mundo; quizá mi vida fue más pública de
lo que hubiera gustado. Quiero hablar, por el contrario, del resto de las cosas
que me pasaron y que pasaron al resto de las personas a mi alrededor por culpa
o a consecuencia de lo que yo fui. Quiero hablar de mi mujer, Lori. De mi hija,
Andrea, que hoy en día tiene veintitrés años y no me habla porque piensa que yo
tuve la culpa de la muerte de su madre. Quiero hablar de los errores en mi
vida, no de mi vida en sí. Quiero desmitificarme a mí mismo, hacer ver que
nosotros no fuimos lo que el resto del mundo cree que fuimos.
Steward se quedó mirándome en silencio. Había puesto a
grabar la conversación antes de hacer la pregunta y un ligero pitido invadía el
silencio entre nosotros.
-¿Y qué fueron, si puede saberse?
-Marionetas.
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