viernes, 2 de diciembre de 2011

Capítulo 1 - Segunda parte

Jake

Llevaba dos semanas preguntándome cómo sería aquel tipo. Mis colegas me habían hablado de él, y bastante bien, así que cuando me decidí acerca del libro, no dudé en llamarle. Tan sólo habíamos tenido dos llamadas telefónicas; una para pedirle que trabajara para mí y otra para concertar la cita de aquella noche. Aún así, había conseguido hacerme un esbozo propio de cómo sería aquel hombre: limpio, seguro y metódico. Ordenaba muy bien sus ideas, llevando la metodología casi al límite con la manía compulsiva.
Teniendo esa imagen mental (que no era más que eso), me había sido imposible no acudir a la cita con unos pequeños prejuicios y expectativas. Así que me senté en una de lsa mesas redondas de madera y mármol. Coloqué el botellín de cerveza justo frente a mí y me recosté en la silla, mirando hacia la puerta de entrada del local, semi oculta entre las sombras y el humo.
El camarero cambió de canción. La recordaba como el tema que me había acompañado a todos los lados en tiempos mejores. Desgraciadamente, todo había pasado ya; los buenos momentos no volverían y yo me consumiría poco a poco como un viejo más hasta la muerte. Entonces todo lo que había vivido se perdería y, de alguna forma, yo quería que quedara un pequeño recuerdo de lo que fui en alguna parte de la tierra, que se pudría poco a poco.
En definitiva, esa era la razón por la que había llamado a aquel tipo y por la que ahora estaba sentado en esa mesa, con una cerveza delante y sacando un cigarro de un paquete arrugado, haciendo lo que Lori me había prohibido hacer durante todo el tiempo que estuvimos casados.
¡Al cuerno! Lori estaba muerta y yo me hacía viejo. Quería permitirme un par de lujos antes de terminar el libro y morir en paz.
Así que le di una calada profunda al cigarrillo. Podía sentir cómo el humo me llenaba entero. Lo expulsé por la nariz, como un mitológico dragón enfadado en un castillo y esperé. En algún momento de los siguientes diez minutos (mi manía de llegar pronto a los sitios seguía allí años y años después), aquel hombre tendría que llegar.
Me levanté costosamente cuando tan sólo quedaba el final del cigarrillo para coger uno de los ceniceros que había encima de la barra. En el mismo momento en el que apagaba el cigarro y me sentaba de nuevo en la silla, desde donde dominaba a la perfección la puerta, entró alguien en el local.
Todo estaba tan oscuro y había tanta neblina, producida por el humo del tabaco de otros tantos clientes que fumaban, que tuve que entornar los ojos para distinguir algo en la borrosa silueta del recién llegado.
Aquello que había pensado en mis dos conversaciones con él se cumplía a la perfección tan sólo con ver su aspecto. Nada en su atuendo se podía tachar y eso que se suponía que venía directamente de la lujosa oficina del periódico, en pleno centro de la ciudad. No había una sola arruga en la americana, y tampoco se veía que su camisa sobresaliera más que de las mangas y un poco en el cuello. El pantalón vaquero se ajustaba perfectamente y sus zapatos se mantenían limpios y lustrosos, a pesar del camino desde la parada de tranvía más cercana al local (las pocas líneas de metro  que todavía quedaban en funcionamiento en la ciudad sólo abarcaban el centro; a aquel barrio sólo se acercaba el tranvía). Su pelo estaba desordenado de manera elegante y provocada pero peinado y el abrigo de invierno, demasiado para una noche de la recién entrada primavera, descasaba perfectamente doblado en su brazo.
Metódico, limpio y seguro. No me había equivocado, de momento.
Dirigió una mirada hacia todo el local, buscándome con la mirada entre las caras que le miraban con curiosidad. Nadie le conocía, nadie le había visto nunca por ahí y no conocían a nadie que pudiera invitar a alguien como él a un lugar como el Casiopea.
Quería que me descubriera por sí mismo, al igual que yo había sido capaz de descubrirle a él, pero tenía miedo de que alguien le preguntara qué hacía ahí. Así que levanté ligeramente el brazo y dejé que él me viera. Me vio. Y seguidamente empezó a andar con paso rápido hacia la mesa que ocupaba. Apartó una de las sillas, arrastrándola por el suelo, y dejó el abrigo, perfectamente doblado una vez más, sobre el reposabrazos.
-¿Jake Grissom? –preguntó, agachándose ligeramente sobre la mesa y mirándome a la nariz; ni se atrevía a mirarme a los ojos.
-Exacto. ¿Es usted Steward?
El hombre asintió, extendiendo una mano limpia y blanca. Alargué la mía y la estreché. Tenía las yemas de los dedos frías, casi impensable en alguien tan perfecto como él. Sonreí cortésmente y él hizo lo mismo, antes de dirigirse hacia el camarero y pedirle un botellín de cerveza.
Mirado desde fuera me pareció que todos y cada uno de sus movimientos estaban perfectamente estudiados, pero a lo mejor tan sólo se debía a una actuación llevada a cabo durante mucho tiempo, muchos años.
Steward se sentó en la silla contigua a la que sujetaba su abrigo. Esperó pacientemente, sin mediar palabra, a que el camarero le trajera su cerveza. Me dediqué a observarlo, aprovechando que estaba estudiando el desconocido local. En el mismo momento en el que el botellín tocó la superficie de la mesa, Steward se inclinó hacia su abrigo para sacar de uno de los bolsillos interiores una libreta y una grabadora. Dejó ésta sobre la mesa, a medio camino entre él y yo; aquélla quedó frente a él, donde podía abrirla, buscar una página en blanco y poner la fecha: 27 de marzo. Se quedó parado cuando terminó de poner mi nombre en la página.
-Grissom… ¿puedo hacerle una pregunta?
Yo, que en ese momento estaba dándole un trago a la cerveza, asentí levemente con la cabeza. Steward suspiró.
-¿Qué le ha llevado a querer escribir su vida? –quedé en silencio; parecía que quería decir algo más-. Quiero decir… su vida no ha sido fácil, pero tampoco desconocida. Apostaría mi mano izquierda, y soy zurdo, a que la mayoría de personas mayores de treinta años le conoce y habla a sus hijos de usted. Nada de su vida escapa al mundo, a pesar de que hace quince años que desapareció de la vida pública… ¿y a pesar de eso quiere escribir sobre su vida?
Se volvió a hacer el silencio; en parte porque yo estaba pensando qué responderle. ¿Cómo decirle todo lo que me había movido a querer escribir un libro?
Suspiré.
-Escucha… no es que quiera escribir sobre mi vida. Como tú bien has dicho, nada de ella escapa al mundo; quizá mi vida fue más pública de lo que hubiera gustado. Quiero hablar, por el contrario, del resto de las cosas que me pasaron y que pasaron al resto de las personas a mi alrededor por culpa o a consecuencia de lo que yo fui. Quiero hablar de mi mujer, Lori. De mi hija, Andrea, que hoy en día tiene veintitrés años y no me habla porque piensa que yo tuve la culpa de la muerte de su madre. Quiero hablar de los errores en mi vida, no de mi vida en sí. Quiero desmitificarme a mí mismo, hacer ver que nosotros no fuimos lo que el resto del mundo cree que fuimos.
Steward se quedó mirándome en silencio. Había puesto a grabar la conversación antes de hacer la pregunta y un ligero pitido invadía el silencio entre nosotros.
-¿Y qué fueron, si puede saberse?
-Marionetas.

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